martes, 30 de noviembre de 2021

VOCES EN LA FRONTERA. Un artículo de Irene Vallejo

Todos somos descendientes del viaje y, sin embargo, este mundo margina
a refugiados, migrantes y sin techo.

Todos somos extranjeros en la mayor parte del mundo, pero no vivimos esa extrañeza con igual intensidad. El miedo y la amenaza electrizan las fronteras, las aduanas, las inspecciones de inmigración. Cuando aterrizas, unos agentes escudriñan tu pasaporte y tu cara como dos falsificaciones mal acopladas. A tu alrededor, percibes la tensión en los ojos rasgados, los turbantes, los velos, las pieles oscuras: las maletas de los estereotipos no se facturan pero pasan factura. Algo queda del territorio hostil del western en los páramos de esas terminales internacionales. Sabes que hay más terror en algunos aeropuertos que en los aviones, hemos desafiado con mayor éxito la fuerza de la gravedad que la de los prejuicios.

En los años cuarenta del pasado siglo, exiliado tras la Guerra Civil, el escritor español Ramón J. Sender se refugió en México, después en Estados Unidos. Conocía bien la mirada del odio: su mujer, Amparo Barayón, fue fusilada, y él siempre pensó que había muerto en su lugar. La huella de ese recuerdo terrible impregna su literatura. Relatos fronterizos describe un viaje en autobús por Texas. Allí conoce a una niña enferma de oscuros ojos calcinados por la fiebre, y a su madre. En una parada, los tres entran juntos en un drugstore para comprar aspirinas. Tomándolos por una familia latina, la empleada de la farmacia reacciona como si no estuvieran. Sender escribe: “Nunca había imaginado lo que es no ser nadie. Aquella mujer se negaba a aceptar que existiéramos y lo hacía con una dolorosa naturalidad. No habíamos nacido, no desplazábamos el aire ni ocupábamos lugar. No nos veía. Se negaba a vernos. […] Yo podía no existir, pero la niña necesitaba ayuda. Ella sí que existía”. Ramón se enfurece, grita: acaban de arrojarlos a la orilla áspera de la humanidad. Dos policías les expulsan del establecimiento, sin permitirles comprar los calmantes para Yolanda, la chiquilla de ojos negros. Recuerdas los versos de la poeta mexicana Jimena González, que hoy resuenan con otros ecos: “Alzo la voz para no negarnos,/ porque tenemos nombre/ y no dejaremos que lo olviden”.

Sender, como ellas, sabía que el racismo no emerge únicamente ante el color de la piel o los rasgos que dibujan un rostro. Nadie llama inmigrante a un deportista extranjero de sueldo millonario ni a un prestigioso ejecutivo de otro país. El dinero abre las fronteras, mientras los desamparados llevan vidas apátridas en su tierra natal. Es fácil detectar la discriminación en el ojo ajeno sin ver la aporofobia en el propio. En este mundo del dar para recibir, molestan quienes en apariencia poco pueden ofrecer: refugiados, migrantes, sin techo.

Todos los imperios —ayer, ahora, siempre— se edifican sobre un cimiento mestizo de civilización y barbarie. El historiador Tácito escribió sobre las campañas de los romanos: “a la rapiña, el asesinato y el robo, los llaman por mal nombre gobernar; y donde crean un desierto, lo llaman paz”. Junto a los logros del progreso, guardamos una memoria atravesada por las guerras raciales, las cicatrices de la esclavitud, la apropiación de las tierras de pieles más pobres. Haberlo vivido, ser nadie para alguien, cambia la mirada. Por eso Sender situó su novela El bandido adolescente en Nuevo México, pocos años después del tratado de Guadalupe Hidalgo que anexionó a Estados Unidos más de la mitad del territorio mexicano. Allí late el desarraigo de esos habitantes que, de la noche a la mañana, pasaron a ser ciudadanos de segunda en un nuevo país. Ellos no se movieron, se movió la frontera.

Sender transitó en aquella tarde tejana de la orilla privilegiada a los páramos de la intemperie. En realidad, todos somos —sin excepción— descendientes del viaje. Los datos genéticos apuntan en una dirección clara: los ancestros de los humanos modernos vivieron en África hace entre cien mil y doscientos mil años. Los europeos fuimos africanos durante una larga etapa del pasado. En ese extraño trayecto histórico, la especie vagabunda desarrolló un cerebro temeroso del diferente. La humanidad comparte esta paradoja disgregadora: nuestra memoria es, a la vez, racista y extranjera.

domingo, 14 de noviembre de 2021

EL PELIGRO DE LA HISTORIA ÚNICA. Chimamanda Ngozi Adichie.


Nuestras vidas, nuestras culturas, están hechas de muchas historias interrelacionadas. La novelista Chimamanda Adichie cuenta cómo encontró su voz cultural auténtica y advierte que si solo escuchamos una historia sobre una persona o un país, corremos el riesgo de caer en una incomprensión grave.

"Todas estas historias me hacen quien soy, pero si insistimos sólo en lo negativo sería simplificar mi experiencia, y omitir muchas otras historias que me formaron. La historia única crea estereotipos y el problema con los estereotipos no es que sean falsos sino que son incompletos. Hacen de una sola historia la única historia."

«Las historias importan. Importan muchas historias. Las historias se han utilizado para desposeer y calumniar, pero también pueden usarse para facultar y humanizar. Pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero también pueden restaurarla.»


"... cuando rechazamos la historia única, cuando nos damos cuenta de que nunca hay una sola historia sobre ningún lugar, recuperamos una suerte de paraíso."



viernes, 12 de noviembre de 2021

LLORAD, LLORAD, VALIENTES. Un artículo de Irene Vallejo

Mientras que en el presente muchos hombres ocultan las lágrimas, en la Antigüedad abundan los episodios en los que se les ve llorando sin rubor.

El llanto de las mujeres es visto como un cliché; el de los hombres, como algo inexistente. (Ilustración: Román)

IRENE VALLEJO. Ciudad de México / 02.04.2021

El duelo hay que edificarlo sin prisa, con ritmos arquitectónicos. Más y más, mes a mes. No es una enfermedad de la que curarse lo antes posible, sino la lenta reconstrucción de un mañana resquebrajado. Necesitamos consentirnos la tristeza, desahogarnos para evitar la asfixia. Nuestro mundo intenta jibarizar la huella de la muerte, mientras el pasado la proyectaba en gigantescos monumentos. Hace veinticinco siglos, Artemisia II hizo construir una imponente arquitectura de dolor. Destrozada por la pena, erigió una tumba para Mausolo, su marido y hermano —el poder era aún más endogámico que hoy—. Reclutó a los mejores artistas para trabajar el mármol de blancura más luminosa. El colosal sepulcro de Halicarnaso, una de las Siete Maravillas, se elevaba cincuenta metros en cuatro plantas, decoradas por relieves y estatuas tan llenas de vitalidad que la misma piedra parecía tensar los músculos. En adelante, las sepulturas más bellas se llamarían “mausoleos”. El desgarro de Artemisia aún habita nuestros cementerios.

Ahora llevamos dentro, embalsadas y rebosantes, las lágrimas por nuestros muertos, pero está mal visto dejarlas correr. Todavía hay una profunda carga de vergüenza asociada al tabú del llanto. Los hombres no lloran. Y, si las mujeres nos quebramos en público, causamos incomodidad —has roto un veto— y levantamos cierta sorna —has confirmado un cliché—. Contrólate.
Los protagonistas masculinos de la ficción contemporánea afrontan la embestida del dolor o la pérdida con una máscara inexpresiva, hieráticos y fríos: cowboys y superhéroes consideran el llanto como un signo de debilidad. Las lágrimas resultan impúdicas, y por eso nuestros rituales fúnebres parapetan los ojos tras unas gafas oscuras. Sin embargo, los guerreros legendarios del pasado heroico solían llorar a moco tendido. En una de las primeras epopeyas descubrimos que Gilgamesh, al morir su mejor amigo, “gimió como un pichón” durante toda la noche. Con la primera luz del alba, gritó: “Que los senderos del bosque te lloren, que te lloren los ancianos, que te llore el oso, la hiena, la pantera, el chacal, la gacela, que te llore el río Éufrates, que te llore el granjero y el cervecero que te elaboraba la mejor cerveza”. En la épica antigua, muchos héroes desencadenan sin rubor una tromba de lágrimas. Aquiles lloró junto al mar en una memorable escena de la Ilíada; también Ulises, cuando su fiel y viejo perro lo reconoció en Ítaca y murió estremecido, meneando la cola. Los ojos de Eneas se humedecen una y otra vez en la Eneida. El caballero Tristán, del ciclo artúrico, llevaba la pena inscrita en el nombre —era tradición bautizar “Tristán” a los niños cuyas madres morían en el parto—. Incluso el Cantar de Mio Cid, epítome de la hombría, arranca presentando así a Rodrigo: “De los sus ojos tan fuertemientre llorando”. En los buenos tiempos de la caballería andante, si uno tenía ganas y motivos, sollozaba e hipaba con la cabeza bien alta. Lo canta Nick Cave en The Weeping Song, “desciende al mar, hijo, mira a las mujeres llorando; después sube a las montañas, los hombres están llorando también”.

Homero hubiera observado atónito la promoción de Los puentes de Madison, donde nos ofrecían la oportunidad —única— de ver a Clint Eastwood, el tipo duro, derramar lágrimas en la lluvia. La cancelación del llanto es reciente: los campeadores de antaño sollozaban con frecuencia, sin necesidad de un oportuno chaparrón para camuflar su desconsuelo.

Los psicólogos señalan que el aprendizaje social de contener el llanto tiene dudosa utilidad práctica. De hecho, conviven mejor con la adversidad las personas que aceptan sus emociones sin prohibirse exteriorizarlas. En cambio, el duelo negado amenaza con convertirse en fractura irreparable, en grave desequilibrio. Quien da rienda suelta a su pena en público demuestra seguridad y una rara independencia frente al qué dirán. Como escribió el peruano Julio Ramón Ribeyro: “Nada me impresiona más que los hombres que lloran. Nuestra cobardía nos ha hecho considerar el llanto como cosa de mujercitas. Cuando sólo lloran los valientes”.

sábado, 9 de octubre de 2021

AMORES FLEMÁTICOS, un artículo de Irene Vallejo

El afecto no es una infección: se necesita creatividad para seguir queriéndonos un martes cualquiera, menos jóvenes cada día, rutinarios, ojerosos y acatarrados.

IRENE VALLEJO, Ciudad de México / 26.06.2021

Podemos enamorarnos de repente, por los motivos más menudos y nimios, con insensata euforia. El acento de una voz que nos habla por teléfono, una silueta apenas vislumbrada en la ventana, la promesa de una prenda de ropa que baila al son del viento en un tendedero, el sonido de unos pasos en la noche. Nuestra ilusión se aferra a cualquier brizna de oportunidad, como la hierba tenaz que brota en las grietas del asfalto.

Lo contó Clarín en un relato inolvidable titulado “El dúo de la tos”. La historia transcurre en un hotel de paso, poblado por huéspedes solitarios, en una ciudad norteña. Un hombre fuma en la ventana. Dos balcones más allá, envuelta en oscuridad, una mujer atisba la chispa triste del cigarrillo. Náufragos en el mismo piso de la fonda anónima, tuberculosos los dos, forasteros ambos, buscan aire sano para sus pechos enfermos. Ya dentro de las habitaciones, sin poder dormir, escuchan el tictac de los relojes y las toses del otro. A través de los tabiques, cada cual sueña que esa otra voz carraspea para hacerle compañía. La tos de la habitación 36 le suena a ella enérgica, atrevida. La de la puerta 32 resulta para él poética y dulce. Uno y otra creen entender mensajes ocultos en los gruñidos y sofocos, sienten lástima y simpatía mutua, empiezan a toser a dúo. Acostados en camas distintas, sin haber visto a su cómplice de flemas, ambos imaginan estar en una cita. Ella piensa: “¿Has llegado aquí solo? Yo también. ¿Te horroriza la muerte en soledad? También a mí. ¡Si nos conociéramos! Somos dos piedras que caen al abismo. ¿No conoces en mi forma de toser que soy buena?”. Pero, dice Clarín, ni siquiera los tísicos son románticos consecuentes, y ninguno se atreve a salir de su cuarto en la madrugada a buscar el abrazo que anhela. Al día siguiente, él debe dejar el hotel. Durante años, recordarán aquella experiencia erótica de toser al unísono. Ese enamoramiento.

Curiosamente, la palabra pasión deriva del verbo latino padecer. Comparte raíz con términos que hablan de enfermedad y muerte, como paciente o patíbulo. Durante largos siglos se describió el amor ardiente en términos de infección, como un trastorno que penetraba en los cuerpos por contagio o intoxicación. En la trágica leyenda de Tristán e Iseo, los protagonistas no deben enamorarse, pues ella está prometida a un familiar de él. Sin embargo, toman por equivocación un filtro mágico: “En cuanto bebieron el precioso vino, sus corazones se transmutaron, un irrefrenable amor los encadenó. Tristán se acordaba de su tío y se apartaba con horror de los sentimientos que lo invadían. Pronto su pasión fue más fuerte que sus almas y se entregaron a ella”. Invisible, poderoso, tóxico y mortal, el deseo se equiparaba a la peste.

En el más erótico de sus diálogos, El banquete, Platón describe una mansión donde se celebra una gran fiesta. Allí se acerca la Pobreza a rogar limosna, y queda fascinada por el Ingenio, un “charlatán, embelesador, cazador temible, valeroso e intrépido”. Embriagado de néctar, él se tiende en el jardín bajo las estrellas, y la mendiga se acuesta a su lado. Esa noche engendran a Eros. Así, el dios del amor nace pobre, flaco, descalzo y sin hogar. De su madre hereda el hambre permanente, la avidez. De su padre, el afán de belleza y un carácter soñador y fantasioso.

Según el mito platónico, nuestro deseo brota de la imaginación y la carencia; está tejido de apetito y búsqueda, de indigencia y esperanza. Igual que los dos solitarios tuberculosos, todos idealizamos los primeros compases del enamoramiento, cuando hasta la tos puede sonar a piropo e incluso expectorar se convierte en una forma de cortejo. Con el paso de los años, seguimos encontrando en la fantasía una aliada para las relaciones auténticas. El afecto no es una infección: se necesita creatividad para seguir queriéndonos un martes cualquiera, menos jóvenes cada día, rutinarios, ojerosos y acatarrados. En esos momentos, las palabras apasionadas requieren la inspiración y la constancia de una obra de arte. Como sabía la mendiga, el amor verdadero hay que estar siempre inventándolo.

"EL COLOR DEL DINERO".Por Irene Vallejo